Volver para irse

Volver aquí es como volver a una vieja casa en la que una dejó toda su ropita en el clóset. Irse, dejar, abandonar, reencontrarse, volver. Todos verbos que he aplicado en este correrío que llevo por vida. Y como vida es lo que tengo, pues me toca vivirla.

La Conejita decidió seguir, montarse otra vez en la búsqueda necia del amor (a pesar de haberlo encontrado bien y por las buenas una vez). No aquí. Porque esta casa merece un descanso.

Si gustan. Aquí vamos (again).

Tiempos de pandemia

Quererse en estos tiempos es un acto de valentía. Querer quererse a la distancia y sin la certeza de reencontrarse pronto parecería terrorismo puro. Pero no.

El Conejito que viene del Mar no me pesa. No me cansa. No me asusta. No me quita la paz. Cualidades difíciles para esta Conejita inquieta y desbocada.

El Conejito que viene del Mar tiene sus miedos y respeta los míos. No hace falsas promesas. No me vende el cielo (ni busco comparlo). No me duele.

Y así, con solo una voz que llega a lo lejos cada día, voy ligera. Sonriente. Tranquila.

Tranquila sería la palabra perfecta para definirme en estos momentos -y a la cual no ha sido fácil llegar. Esta Conejita lleva muchos años de desencuentros, sube y bajas, de montañas rusas, de entradas triunfales y caídas bochornosas.

Pero como si tuviera doscientos años de historia, lo digo de cierto (y sin tantito enojo): ya no más.

Aunque suene a libro barato de autoayuda disponible en la fila del supermercado, el proceso de quererme -iniciado muchos años atrás- ha dado frutos. Mi historia de amor personal (lograda tras una aleccionadora historia de amor) tiene nuevas metas. Y no va a repetir los viejos errores. Quizá, si acaso, irá por unos nuevos. Pero desde mi nuevo pedestal de amor propio.

Estoy tranquila, limpia, sana y feliz. Y nada (ni nadie) me lo quita.

Mérito mío.

Adiós Ma

Así te vi hoy. Por última vez. Estabas igual de guapa que siempre. Igual que cuando era niña y me parecías la más linda entre todas. Igual que en cada una de tus fotos. Igual que cuando JF decidió que se casaba conmigo con la condición de que me pareciera a ti al envejecer. No sé si está siendo así. Pero sé que me enseñaste a ir por la vida con la uñas pintadas, pisando fuerte y llorando una tarde y luego a secarse las lágrimas y seguir adelante. Estoy segura que te fuiste ahora solo porque sabías que ya nada malo me podría pasar. Así será. Y cómo dije hace casi un año, quédate tranquila que Jero y yo vamos a estar bien. Aunque no sea cierto. Aunque nos duela. Aunque te acabes de ir y ya te esté extrañando.

Y la fiesta comenzó… (Playlist: De festejos y guateques)

Estaba por llegar el cumpleaños más importante de los últimos tiempos. Por la situación, por la concurrencia, porque sería yo, otra vez (como en tiempos inmemoriables) festejando sola mi maravillosa vida.

Y así fue. Vestido rojo. Piel luminosa. Ánimo por los cielos. Estuvieron todos los que tenían que estar. Pero como buena Conejita que soy, me tenía que pasar lo inesperado.

En la lista de invitados estuvo el Conejo Caballero. No dudó un segundo en aceptar. Ofreció llevarme al lugar. Y no faltó su regalo. Es sin duda, el Señor que dice ser. Con un único pero: somos radicalmente distintos. Y eso no es de poco.

Y cuando todo parecía predecible, lo distinguí entre el movimiento y las personas que obstruían la puerta. Era el Conejo Emocionalmente Unavailable. Llegó de algún lugar lejano a festejarme. Y a mí, se me sumió el estómago, contuve el aliento y sentí esa silenciosa explosión de corazón que tenía tanto sin sentir. Joder. Yo que juré que lo había dejado guardado en el puesto de ‘un conocido sin importancia’.

Estuvo pocos minutos en el lugar. Aprovechó para ponerse al tanto y enterarse que las últimas semanas habían sido emocionalmente complejas para mí. Se fue igual que llegó. Con una sonrisa y sin dejar huella.

Una vez más Conejita: pon a cada persona en el lugar que le corresponde.

Ella baila sola (Playlist: Pensándolo bien)

¿Quién hubiera dicho que lo más complicado de esta nueva Era sería hacer cosas sola?

Tras años de viajar, vivir, resolver y entenderme sola, resulta que el tiempo acompañada me volvió absolutamente incapaz de hacerme cargo de mí.

Que el Bebé Tortugo esté presente siempre no ayuda a identificarme en el silencio. Se me olvida que hacía yo conmigo siglos antes del Fin de la Era.

Como designio divino, este fin de semana los astros se acomodaron para dejarme cuatro días sin hijo, niñera ni amigas cercanas. Sin escapes ni pretextos.

Ahora si, «arréglatelas sola Conejita», me dijo mi loca interior.

Y la Conejita se las arregló. Bienvenida a los festejos de la Independencia, me repetí mientras los fuegos artificiales iluminaban el cielo de 4 de Julio.

Fin de una era

Estos meses han sido pura prueba de sobrevivencia. Sobreviví como he sobrevivido a los malos amores, a las historias que debían tener final feliz y a los cuentos de hadas.

Estoy bien. Sí. Si por estar bien queremos decir andando, viajando, bebiendo, comiendo, vistiendo y probándome que mi historia no acaba aquí.

Esa es la lección más importante -y me la dio El Bebé Tortugo cuando dijo «Se acabó la era de papá. Como la de los dinosaurios. Papá se extinguió».

Así de simple, plano y llano.

Papá, El Conejito Latino Tropical no se murió, no nos abandonó, no se fue. Simplemente se extinguió. Se acabó su era, su época y como todo ciclo, cerró con un meteorito cayendo, con un estrepitoso movimiento telúrico. Destruyendo lo que había, dejándonos mudos y solos. Nuestra historia juntos terminó de contarse. Y se contó bien. Amorosamente bien.

Acabó de contarse en este blog que lo vió llegar, instalarse quedito como la humedad y quedarse con esa famosa frase de «hasta que la muerte nos separe». Pues bien, nos separó. Han pasado seis meses. De silencio. De reconstrucción. De hacer espacio a una nueva historia. Y yo cierro el capítulo. Ese enorme y significativo capítulo que me convirtió en una Conejita distinta de la de antes y que me deja lista para la de hoy.

Se acabó esa historia pero no mi historia. Porque soy, sin duda alguna, mucho más que los Conejitos y Conejitas que han formado parte de mi historia. Soy el resultado de todos estos encuentros y de los que están por venir.

Aquí sigo pues. Reinventándome. Seis meses después del fin de la era. Quitando el polvo que me dejaron los escombros y con el sol de frente, lista, una vez más para lo que está por venir.

sigue…

Han pasado más de tres meses. Honestamente no sé cómo. Y la vida, como suele sucederme, no ha dejado de dar vueltas. Han pasado más de tres meses y es como si una vida entera se hubiera cruzado entre esa terrible tarde en el hospital y mis nuevas mañanas en otra casa, con otra vista y sin tu ropa en el armario.

La vida, dicen, sigue. Y nunca ha sido más cierto. La vida, la mía, sigue. Aunque a veces no sepa cómo.

Se acabó

Y así llegó este día. A más de tres mil días juntos, llegó.

No lo sabía esta mañana. No lo sospeché hasta el preciso momento en que estaba a un paso de la puerta de tu habitación.

No sabía lo que había dentro. No sabía que eras tú un suspiro antes de partir. Pero entendí que estabas esperándome. Te vi, te abracé, te besé. Te llené de lágrimas mientras el corazón, poquito a poquito latía con menos fuerza. Te parecías a ti pero ya no eras tú. Yo en cambio, me veía tan distinta pero seguía siendo yo.

De pronto el aire se puso denso y decidí. Por ti, por mí y por como lo habíamos acordado. Les pedí que dejaran a tu cuerpo en paz. Que esta vez no lo haríamos trabajar si no quería. Que lo íbamos a dejar decidir -después de más de tres mil días haciéndolo caminar a como diera lugar- si quería seguir o no.

Mientras esa rayita absurda del monitor perdía sus aristas, te hablé de mí y de Jero. Te prometí lo bien que íbamos a estar, aunque eso no fuera cierto. Te mentí diciéndote que tenía (como siempre) todo bajo control. Te repetí lo de nuestro amor del bueno, lo de la jodienda de haber tardado tanto en encontrarnos, lo de tu ‘garantía vencida’ y lo de cómo comprimimos el amor para ganarle al tiempo.

Te dije eso que pensé que no diría nunca: dejémoslo ya, mosi, dejémoslo aquí.

Y tú, así de tranquilo y sereno, me hiciste caso. Y así, sin prisa, te fuiste de aquí… sin mí.

(Me olvidé que casi todas las veces de nuestra historia terminabas por hacerme caso).

 

Duelo suspendido

Así dijo que se llamaba la tanatóloga.

Apenas llegué a su oficina, comencé a llorar. Dos horas ininterrumpidas. Las lágrimas escurrieron sin control. He notado que eso me pasa también cuando me subo al auto. En un acto de masoquismo puro, escucho a Franco de Vita, Eros Ramazotti, Luis Miguel o cualquiera que logre despedazarme el corazón. Y no porque no lo tenga ya en esas condiciones, si no porque me da el pretexto perfecto para poner mi historia en cada uno de sus párrafos. Después de todo, siempre he sido parte de un playlist.

Sin embargo en esa oficina en colores cálidos, la historia la estaba contando yo entre sollozos. Me dolía que él no estuviera al volver a casa, que no fuéramos a planear más las vacaciones juntos, que no preparara el desayuno cada mañana, que no discutiríamos más por el espacio en el clóset. Él ya no estaba en mi casa, ni en mi realidad cotidiana. Ni en la toma de decisiones diarias, ni consolando a Jero cuando se lastima un dedo. No está aquí enredando sus pies en la sauna de los míos bajo un edredón de plumas en pleno Paraíso Tropical.

Sin embargo está ahí: como deteniendo el tiempo en ese hospital del centro. Recordándome la grandeza de lo vivido a pesar de la mirada perdida, el frío metálico y los labios secos, mudos, que aún gesticulan «te amo» cada que aparezco por la puerta.

Carta de amor amorosísima

Hace casi 20 años decidí buscar el amor en internet -que era de esperarse visto que llevo casi una vida trabajando en este medio. Tuve muchas experiencias divertidas, enriquecedoras y hasta un blog de peripecias. Pero fue solo hace menos de 10 años que recibí tu guiño en mi perfil. Un guiño, solo eso. No podía imaginar todo lo que eso desembocaría. Y no es que te escriba para hacer un recuento de nuestra historia de amor: a final de cuentas tanto tú como yo la sabemos a pie juntillas.

Te escribo en cambio para reconocerte como ‘el amor de mi vida’. No sé si te lo dije en la primera cita, en algún encuentro precipitado cuando vivíamos en distintos países, en nuestra boda amorosísima, en la luna de miel o cuando nació Jerónimo. Quizá ahora me doy cuenta que no te lo había dicho nunca con estas precisas palabras: eres el amor de mi vida y sin duda el hombre que necesitaba.

Eres quien me enseñó a pensar más allá de mí, el que me demostró que una enfermedad no es el fin del mundo y que cuidar de quién amas es un privilegio. Eres el hombre que me confirmó que se cambia, se evoluciona y se negocia por el bienestar de los dos. El que me hizo cambiar el norte, el rumbo y desear por una única ocasión irrepetible e inigualable tener un hijo. Eres tú el que, contrario a todas las predicciones, me hizo detenerme, echar raíces y darle tiempo al tiempo. Y eres tú, también, quien nunca nunca me impidió volar.

Y sé también todo lo que refunfuñé y discutí contigo por nuestras diferencias. No ha sido fácil. Ha sido una travesía. Exactamente como lo dijiste aquel día cuando me pediste que fuera no solo tu esposa, si no tu compañera de viaje. Eso soy. Esos somos. Compañeros de vida. De aventuras. De viaje.

Empezamos esta travesía juntos y aquí seguimos, caminando de la mano. Como aquel día en París. Con el mejor equipaje posible. Bien comidos, bebidos, bailados y enamorados. Y ahora sí, ni quién nos lo quite.

Te amo profundamente. Te amo hoy, ahora, en este instante. Te amo, Juan Fernando Duque, hasta que la muerte nos separe.