El lunes después de la inauguración de la pista de hielo —a primera hora de la mañana— estaba ya con el teléfono en mano. ¿Quieres venir a patinar? dije.
Mi primera opción fue el Conejito PR para acompañarme en la aventura. Alto, guapo, cosmopolita y cool: era la mejor opción para deslizarse a mi lado, sobre la superficie helada, rodeados de vapor de agua. Casi como en un cuento de hadas.
—No puedo, princesa. Tengo que trabajar. Me hubiera encantado porque soy campeón de hockey sobre hielo.
Menos mal, pensé. A mi nadie —ni siquiera el galán en cuestión— me iba a opacar en la aventura. Ante la negativa decidí llamar a las conejitas del resto de mi agenda telefónica. La respuesta fue entusiasta: la Conejita Intrépida no lo dudó ni un segundo y aceptó.

Obvio, antes había que superar un obstáculo crucial: el outfit adecuado. Aunque mis mallitas y tutú era gran opción, tuve que declinar por cuello de tortuga de cashmere, pantalones cargo y chamarrita negra, ultra deportivos, tecnología dri-fit, bufandón al cuello y grandes lentes oscuros. Estaba lista para el Gran Slam, aunque sólo fuera a la plancha del Zócalo de la ciudad.
Ante la primera gran fila, aplicamos la sonrisa conquistadora. Al igual que yo, otras 1,423 personas más, pensaron que nadie patinaría en la mañana de un día laboral
—Poli… ¿es por aquííííí? dijimos mientras pestañeábamos lánguidas.
—No, señoritas –contestó- la cola empieza allá. Mientras señalaba un punto en el horizonte lejanísimo.
Al ver nuestros ojos tipo gatito de Shrek abrió un espacio y nos coló en la ventanilla para recibir las pulseritas verdes de acceso. A las 12 en punto teníamos que estar en la puerta de entrada a la pista. Con una nueva estrategia de Conejitas tontas-tontas nos instalamos listas-listas a mitad de la fila. Obtuvimos nuestros patines nuevecitos. Casi flamantes. Y nos aventuramos hacia la entrada.
Me paré en la puerta de acceso. Ahí de frente estaba “luminosa y bella” una enorme pista de hielo. Casi infinita. Yo, a este punto, recordé que no sé patinar en hielo. La Conejita Intrépida se deslizo sobre la pista. Un metro adelante me hacía señas. Los instructores me animaban y detrás una fila infinita de impacientes “patinadores” me apresuraban.
Puse la primera lama de hierro sobre la pista, con una mano me aferré a la barrera y con la otra apretujé el brazo del instructor, clavándole las uñas en los bíceps. Puse la segunda lama sobre el hielo y sentí mis pies resbalarse sin control. Demonios. ¿Éste era el deporte invernal por excelencia?
Ante mi ignorancia, los cientos de instructores, los polis en patines y hasta los paramédicos on ice se desvivieron en indicaciones: inclina el tórax, flexiona las rodillas, estabiliza el peso, cambia tu centro de gravedad, utiliza los hombros como volante, cierra los puños, frena con la lama, no te agarres de nadie. ¡Joder!
Con una gran habilidad —como si hubiera formado parte del elenco de Los Pájaros Patinadores—, empecé a deslizarme por la pista. Volteé a todos lados. Nadie a mi alrededor era un experto patinador. Es más, todos reían mientras caían como pinos de boliche. Yo también reí. Por primera vez, esta conejita no era la única de movimientos disconexos.
En la pista parecía que se llevaba a cabo un desfile de modas sui generis: mientras por un lado patinaba un punketo con mohicana, por otro hacían piruetas algunas loquitas patinadoras, no faltaba uno con abrigo y peluche en el cuello en contraste al chavito en bermudas. Decenas de escolares, de faldita tableada, disfrutaban de “la pinta” al igual que el oficinista en traje y corbata. Esto es lo que yo llamo, un deporte incluyente.
El resto de la hora se convirtió en una carrera de obstáculos. El objetivo no era no caerse, sino lograr que no te tiraran. Me dediqué a esquivar con la gracia de una hipopotamita de disney a todos los que iban rebotando sin cesar. Y a mi paso veloz, obvio, varios resultaron lesionados.
La música sonaba: Christina Aguilera seguida de un “Bella, bella, velludita” le ponía saborcito a la experiencia. En las gradas el público saludaba. Me sentí campeona olímpica. Tomé de la mano a La Conejita Intrépida, nos detuvimos al centro de la pista, agitamos un brazo por encima de nuestras cabezas y sonreímos a los espectadores. Sólo faltaban las rosas cayendo.
Después de 45 minutos, en pleno medio día, el calor era infernal. El hielo parecía derretirse, la pista estaba mojadísima y mi bufanda, cuello de tortuga y chamarrita no habían sido la mejor opción. Parecía tamal en olla: estaba empezando a vaporizar. Por si fuera poco, los patines, durísimos, me torturaban los pies.
Decidí que era momento de terminar la experiencia. Patiné triunfal hacia la salida mientras sonreía a los cientos de espectadores. El saldo era blanco: mi colita de peluche había logrado salir seca, sana y salva sin tocar el hielo. Ahora sí, podría repetir con el Conejito PR experto patinador en hielo.