Hace tres años me lo dijo por mensaje de texto justo unos días antes de nuestra esperada-esperadísima boda.
“Tengo cáncer”, decía en la pantalla del celular. Y de ahí, la historia pasó por un festejo harto emotivo, una operación dolorosísima y una recuperación de infarto, exámenes periódicos y muchos etcéteras hasta la semana pasada.
A media tarde del jueves, la doctora lo soltó sin muchos rodeos: “El cáncer volvió” (puntos suspensivos) “No se cura”.
¡Pum!
Desde ese fatídico momento, mi mundito recién construido ha estado a punto de derrumbarse en varias ocasiones.
Ahora no tenemos una boda en puerta. Tenemos un bebé de 8 meses, tres años de casados (después de 40 años buscándonos joder) y una recién adquirida hipoteca para el resto de nuestras vidas. Y no hemos ido a ver el Cielo del Tíbet.
Sin embargo, esta vez todo tiene un nuevo significado.
Cada persona que nos encontramos nos habla de amor, luz y nuevas y buenas curas para el padecimiento. Les creemos.
Hemos, en pocos días, leído más de fe, yoga, bendiciones, meditación, cábala y alimentación que en nuestros respectivos cuarenta años.
Todo esto, hace unos cuantos años, hubiera ido directito al bote de la basura o, a lo más, hubiera terminado como una “experiencia exótica” en la otrora famosa columna de la Conejita de Indias.
Ahora no.
Leemos, comemos, rezamos, meditamos y nos besamos con una fuerza nunca antes vista.
Será que a los cuarenta nos estamos haciendo viejos. Será que nos volvieron a poner la vida en la cuerda floja.
O será que cada mañana, puntual a las 5.40am, nos despierta un chico que apenas alcanza el borde de la cuna con un balbuceo desesperado. Sólo quiere que colarse en nuestra cama. Y desde ese momento hasta que cae rendido poco antes de las 9pm vive en un ritmo frenético que está hecho de mamilas, sonrisas y pañales.
No hay manera de entristecerse, defraudarlo o asustarlo.
El Bebé Tortugo tiene esos ojos enormes que miran con el mundo puesto en ellos.
Él tiene muy claro que su mundo completito es el instante siguiente: comer, dormir, jugar, balbucear de su ronco pecho y llenarnos la cara de saliva.
Y nosotros, lejos de enseñarle las primeras palabras, hemos decidido aprender de él a vivir como él, nuestro instante siguiente.