Mi inscripción al gimnasio prometía convertirme en la versión femenina de Ian Thorpe. Y de paso encontrarme con cientos de hombres musculosos, húmedos y con poca ropa. O al menos eso decía el folletito promocional.
Llegué a la piscina como las grandes. Pelazo, maquillaje rigurosamente waterproof y discretísimo traje de baño completo fucsia —nunca entendí la prohibición a mi bikini brasileño— que combinaba a la perfección con la gorra de látex y el color de las uñas de los pies, gogles al cuello, havaianas blancas y toalla arrastrando a mi paso. Sabía que iba a impactar.
Al entrar a la alberca rodeada de ventanales empañados, el entrenador me miró con asombro. Obvio, pensé, el outfit estaba dando resultados. Detrás de los ventanales sentí los ojos de otros deportistas encima. En la alberca, varios especímenes hacían su parte.
El susodicho entrenador me pasó la mirada de arriba abajo y dijo:
—Ponte la gorra, métete a la regadera, cuelga tu toalla y regresa. Ah y quítate el reloj y tus pulseritas.
Antes de meterme bajo la ducha, ví desmoronarse mis expectativas con tristeza: ningún hombre que no sea Ian Torphe se ve bien en traje de baño. Tangas, shorts o speedo incluido. Como niña regañada, obedecí a sus órdenes y volví. Tiritando y con la piel de gallina me paré a la orillita de la alberca.
—¿Sabes nadar? Me dijo siempre con ese tonito rudo mientras señalaba el carril del los principiantes.
—Obvio, sí —contesté con fastidio. A mi nadie me iba a meter al carril donde usaban ¡tablita flotadora y manoplas!— nado bien.. supongo.
Este entrenadorcillo me estaba poniendo de malitas. Ante mi temblorina, me señaló el tercer carril. Me pare en la orilla junto al trampolín y lo miré con ojos sorprendidos. ¿No tenía que lucirme con un clavado, cierto? Tampoco iba a aventarme como mujer-bala tepetonguense para sacar toda el agua de la alberca.
Con gran estilo, me senté en la orilla, metí los pies, puse las manos a los lados y ¡splash! entré en el agua cual Silvia Pinal en película sesentera. Me dispuse a seguir sus instrucciones. Dos vueltas de croll.
Pegué los pies a la pared, me puse en posición de nado, sumergí la cara y me impulsé con fuerza.
Brazada… uno, brazada… dos, brazada… tres, giro de cuello, aire, sumergir cara no pude llegar al cuatro cuando sentí que me faltaba el aire. Estaba yo iniciando el nuevo conteo cuando sentí los pulmones reventar. En la brazada… tres, abrí la boca, salieron las burbujas. Giré el cuello, inhalé profundo y sentí el sabor del cloro hasta la traquea. Había dado tremendo sorbo al agua.
—Cof, cof, cof. Por más que traté de disimular me asaltó un ataque de tos mientras escupía agua hasta por la nariz. Otra vez, esto no era sexy. Noté cierta mirada burlona en mis compañeros de carril.
Decidí no dejarme vencer. El segundo ejercicio era una “flecha”: brazos extendidos al frente, sin movimiento e impulsada solamente por mis piernas. Para la segunda vuelta sentí que me hundía irremediablemente como “El Tamal González”. Glu, glu, glu. Me faltaba el aliento y las piernas me temblaban. Era yo un auténtico manatí.
De pronto en la orilla apareció imponente ella: la sirena. Delgada, piernas infinitas, atlética y divina alzó los brazos y se zambulló en el mismo carril que yo sin darme tiempo ni de parpadear. Casi sin salpicar volvió a surgir de la profundidad. El agua resbalaba por la gorra, la nariz y los hombros en cámara lenta. Con tremenda gracia se acomodó los gogles y abrió los brazos. Con los ojos como platos, me detuve. Se impulsó y empezó con un perfecto nado de mariposa. El agua parecía seguirle el ritmo.
Pasó a mi lado, humillándome muchísimo. ¡Joder! Pensé. Si una ya nada de esa manera, ¿qué diablos hace en la piscina de los principiantes?
Miré mi reflejo en los ventanales. Lo que ví no me ayudó ni tantito: los gogles oscuros que me agrandaban los ojos cual sapito, la gorra apretada como un chupón fosforescente en la cabeza y los hombros enormes hacían que me pareciera más a una de esas imágenes de extraterrestres de Maussan que a una sexy atleta olímpica.
Estaba yo en eso cuando apareció el profesor. Por un segundo tuvo compasión de mí.
—Vamos, dijo. No está tan mal. Y me dio instrucciones para las próximas 10 vueltas.
Con el ánimo otra vez arriba, puse todo mi empeño en coordinar respiración —uno, inhala, dos, aguanta, tres, gira, cuatro, exhala¬— con los movimientos de mis brazos, el ángulo a escuadra del codo y las patadas en los pies. A la décima vuelta las cosas parecían haber mejorado.
En punto de las 9 de la noche, sentí una combinación de cansancio y adrenalina. Ojos rojos, garganta irritadísima y con las piernas y los brazos a punto de caer. Miré al profe como gatito de Shrek:
—Eso es todo. Ya puedes irte a bañar, dijo.
Aliviada me dispuse a salir de la alberca. Ya encarrerada puse las manos en la orilla, los codos en escuadra y me impulsé. O al menos eso pensé. ¡Oquelachingada…! Me quedé con el ombligo pegado al borde, los nudillos blancos y las piernitas pataleando dentro del agua. Tras el tercer intento, decidí retirarme con estilo. Crucé los cuatro carriles faltantes. Del otro lado de la alberca y con gran aplomo puse el pie en el escalón. Sentí que todos me miraban. Salí de la piscina, y meneando las caderas, por las escaleras metálicas que parecía que nadie nunca en el mundo mundial había usado antes. Con la primera lección, había dado por terminado mi futuro acuático.
Ilustraciones: Arthur de Pins