Sucedió. Tal y como era predecible. Bastó que empezara a caminar sin rumbo para que las lágrimas se agolparan sin darme tregua. Lloré y lloré. Y siguen cayendo.
Si al principio no sabía por qué, ahora lo voy entendiendo todo. Tengo revueltos los miedos en las comisuras de los ojos. Irme significa cambiar de vida. Y no es que eso sea una novedad. Es que voy a ser una distinta de la que fuí. De la que soy. De la que he sido siempre.
Voy a meterme en una dirección. Una calle y un código postal defnitivo. Como ese que tengo años sin tener. Voy a comprometerme con algo más que conmigo misma. Y no sé si quiero. No sé si quiero planear mis próximos viajes comprando dos boletos de avión. No sé si quiero despertar acompañada. Tengo miedo de dejarme besar por los mismos labios durante una vida. Voy a vivir con alguien que gusta más de arar la tierra que de volar. Que constuye casas en el suelo en lugar de castillos en el aire.
He vuelto a fumar. Quiero beber vino y leer. He vuelto a disfrutar mi solísima soledad. Y no dejo de llorar.